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Fotografía: Oladimeji Odunsi
Nunca he sido un hombre muy tremendo y debo confesar que no ha sido, precisamente, porque me hayan faltado ganas. Desde que un hombre nace es incitado a la tremendura. En distintas culturas esto es así, en nuestra tradición occidental ser hombre es sinónimo de fuerza, arrojo, valentía, potencia y muchos más apelativos que apuntan a su grandiosidad fálica. Presentarse como un hombre comedido: en sus relaciones, en sus demostraciones de poder, en sus alardes corporales y en el relato de sus hazañas u osadías, suele ser visto como una muestra de debilidad, o, como también se señala, de feminidad.
Expresar que a un hombre le es señalada su feminidad es un decir elegante, pues en verdad lo que ocurre es que este sujeto “débil”, “femenino”, o atípico frente a este ideal de grandeza, carga con todos los improperios y rechazos que una tradición machista alberga y reproduce. No ser un hombre tremendo puede ser un problema para un adolescente o un joven al que ya se le pide que exhiba sus dotes.
A algunos chicos esta mostración de poder se les da muy bien. Les funciona, logran convencer de su hombría a los demás. Este hombre arquetípico obtiene su reconocimiento alzando la voz, a los golpes, con manifestaciones de fuerza, ira, arrojo o caradurismo; también, en algunos casos, se da una combinación compleja con muestras de cariño o protección hacia sus seres queridos. El hombre bravo y, en ocasiones, por extensión, agresivo es el estereotipo más aceptado y reproducido en nuestra cultura venezolana.
Todos o casi todos, mientras nos hacemos hombres, queremos ser así, como ese personaje del respeto y las mil mujeres. Es probable que alguno se sienta acomplejado porque encarnar esta posición no se le dé tan fácil. Un amigo comentó una vez, de manera jocosa y a propósito de esta dificultad de ser El hombre, que a él no se le había dado ese “gen de la maldad” porque le costaba mucho, dicho coloquialmente: montar cachos y andar en las mil aventuras de faldas teniendo novia.
No introduzco azarosamente el término ‘maldad’. A veces ese macho que todos idealizan puede —consciente o no— hacer algo malo. Hablar de maldad en este caso es delicado y casi macabramente paradójico, pues quien se ha criado vi-viendo los aplausos de una cultura falocéntrica no siempre le es tan sencillo identificar un acto de maldad, de una hazaña, de un mal exceso. Las historias de vida dan testimonios de muchas complejidades al respecto.
En cuanto a las discusiones en el mundo actual sobre la masculinidad, algunos activistas que no congenian con el término “nuevas masculinidades” les gusta hablar de masculinidades positivas. Esto me permite retomar el punto de lo bueno y lo malo: si hay masculinidad positiva, su contrario es la masculinidad negativa. Si hay masculinidad tóxica, debe haber una masculinidad ¿beneficiosa? ¿Buena? ¿Sana? Es difícil conceptualizar.
Volviendo al problema de la alienación del hombre, el principal obstáculo que me he encontrado en mis labores de activismo sobre estos asuntos de masculinidades, es que los hombres, en general, no me prestan demasiada atención. Casi ninguno considera que hay un problema en su manera de ser, aún más si —y sin necesidad de ser machista y agresivo— todo le ha funcionado bien en los distintos ámbitos: mujeres, virilidad, respeto, etc. Casi ninguno encuentra un inconveniente a menos que se hayan topado en algún momento con el “shock de la masculinidad”.
Esta formulación la utilicé recientemente en una entrevista de prensa, un poco fallida, la verdad. Me apresuro a decir que si la considero fallida es porque no supe decir, concretamente, para los pocos caracteres que nos otorga un medio público, la importancia de lo que trataba de transmitir. El shock de la masculinidad es cuando nos damos cuenta del desfase, o el impase o la dificultad que tenemos con ese exceso que como hombre se nos pide. Si no cumplimos con ese exceso, entonces, ¿no soy hombre?, ¿soy poco hombre? Por preguntas como estas, en muchos casos, es que se empieza a colar un trabajo de autodescubrimiento de lo que implica ser un hombre.
La entrevista fue impulsada —así me lo transmitió la persona que me contactó— por la “ola de denuncias” de agresión sexual que se han venido dando últimamente en el país. Un problema que, a mi modo de ver, es mucho más complejo y antiguo que el revuelo noticioso. El movimiento #MeToo se inició como un señalamiento, principalmente, hacia personalidades públicas y ha abierto un campo de denuncias más amplio que ha generado distintos impactos sociales. Sin embargo, —pensándolo a gran escala— muestra solo una pequeñísima parte del grupo de mujeres que en el mundo han sido víctimas de violencia sexual por parte de los hombres. En las zonas más populares de casi todos los países, que son muchas y las más abundantes, hay pocos canales para la autonomía de la denuncia. Este es un problema extendido y —tristemente— muy común.
El tema pone sobre el tapete muchos asuntos; no es ligero. La reflexión sobre la masculinidad es una discusión sobre el poder, la legalidad, la institucionalidad, lo permitido y lo no permitido, el predominio político, los privilegios sociales en general. Si vivimos en una sociedad falocéntrica, ¿cómo no pensar que todo se organiza a partir de esa necesidad de poder y, más aún, al uso idealizadamente machista que se le da? Considero que el tópico masculinidades es central para analizar esta sociedad y movernos hacia una nueva pedagogía del término. Esto fue algo en lo que insistí en la entrevista.
Una nueva pedagogía de la masculinidad quiere decir que un hombre no va a revisarse porque lo señalen o acusen de bestia. Eso puede generar, en ciertos casos, respuestas psicológicas y emocionales contrarias. Si hablamos de que el encuentro con la masculinidad negativa es del orden del shock (este término puede entenderse también como sobresalto, perturbación, molestia, e incluso, desconcierto) no puede pretenderse que señalando a los hombres de malvados y crueles y exigiéndoles el cambio, esa operación se va a dar de forma deseada. Por eso es importante que existan espacios de trabajo (esto es: reflexión, discusión, intercambio, compromisos, acciones, etc) sobre las masculinidades.
¿Qué pueden hacer las instituciones públicas, privadas o agentes en general que quieran contribuir para evitar llegar —en este marco del que hablamos— a la violencia, la ilegalidad y la indeseable resolución de la justicia? Es fundamental apoyar los espacios de trabajo sobre masculinidades. ¿Cuáles? Varios, diversos, los muchos o pocos que hayan y crear nuevos. No de una forma burocrática o superficial, menos aún partidista. El problema del exceso de poder del hombre es un asunto que trasciende los partidos políticos, las toldas y las ideologías; es un problema complejo porque está incrustado en la cultura. Por eso hablo de un trabajo pedagógico, y para ello los recursos deben orientarse a apoyar a las personas que con entrega y tesón —con el esfuerzo que solo los pedagogos sabemos que conlleva— realizamos labores de reflexión en el ámbito de las masculinidades.
Mucho se habla de la deconstrucción del hombre. Ese es un trabajo que necesita de soportes, ámbitos amigables y orientaciones que faciliten el trabajo personal de cada individuo. ¿Cómo ha de ser ese hombre deconstruido? Jugando a darle valor al término, diría que la respuesta es: debe implicarse permanentemente crítico con el ser (o digamos la manera de ser) de su masculinidad. Hay que desconfiar del hombre que se diga deconstruido como si aludiera a una forma “purificada”. Tampoco este tema se trata de moral, este trabajo de revisión constante es complejo —¡e interesante y beneficioso!, además de necesario— porque en todo momento habrán situaciones (sobre todo si la sociedad en la que vivimos sigue siendo preponderantemente machista) en la que se nos exija responder “como un hombre”. ¿Cómo lo vamos a hacer? Cada escenario implica una respuesta.
¿Por dónde empezar o continuar (la verdad no son muchos los espacios en Venezuela encargados de estas labores) con los trabajos en pro de los redescubrimientos masculinos? Hay que apoyar los espacios o personas que dedican tiempo a estas actividades pedagógicas, que implica preparar programas y atenderlos antes, durante y después de cada sesión o encuentro o cualquiera que sea el formato que sirva a este empeño. ¿Qué hombres son los encargados de hablarles a otros hombres? Ninguno en particular, no hay un tipo de hombre nuevo elegido; deben haber varios interlocutores que puedan generar distintas empatías para aproximarse con éxito a distintos ámbitos o comunidades. Lo estimado sería que cada vez seamos más voces de hombres comprometidos con un uso positivo de nuestro ejercicio de poder masculino, y eso nos indicará que el cambio social ha venido ocurriendo.
Ojalá podamos usar el shock de este momento para darle lugar a un asunto que lo necesita.